Dulces sueños
Estábamos tú y yo, lector. Tú entre las filas del público, en el lugar que más agradable te pareciera, más adelante o más atrás, centrado o descolocado, pero allí estabas. Yo, mirándote a veces, de reojo, a sabiendas de que habías venido a verme, a mí, alguien grande, de unos noventa y cinco kilos aproximadamente y uno ochenta de altura, con camisa y pantalones anchos igual que ancha era mi sonrisa. Sonrisa lobuna aparcada en una cara no mucho más arreglada, de mejillas hinchadas, barbilla pegada al cuello, llena toda de líneas de arrugas intentando tensarse tanto como tú en ese momento, empapado en una capa finísima de sudor que hacía que centellease a tus ojos. Era viernes, un día de frío. Al venir hacia el lugar te habías topado con tres parques por lo menos, llenos más de árboles que de drogatas, para tu suerte; con las hojas de sus picos apelmazadas por la humedad que lo envolvía todo y te producía incomodidad continua, mientras una inundación de niebla empalidecía los cont...