Dulces sueños

 Estábamos tú y yo, lector. Tú entre las filas del público, en el lugar que más agradable te pareciera, más adelante o más atrás, centrado o descolocado, pero allí estabas. Yo, mirándote a veces, de reojo, a sabiendas de que habías venido a verme, a mí, alguien grande, de unos noventa y cinco kilos aproximadamente y uno ochenta de altura, con camisa y pantalones anchos igual que ancha era mi sonrisa. Sonrisa lobuna aparcada en una cara no mucho más arreglada, de mejillas hinchadas, barbilla pegada al cuello, llena toda de líneas de arrugas intentando tensarse tanto como tú en ese momento, empapado en una capa finísima de sudor que hacía que centellease a tus ojos.

Era viernes, un día de frío. Al venir hacia el lugar te habías topado con tres parques por lo menos, llenos más de árboles que de drogatas, para tu suerte; con las hojas de sus picos apelmazadas por la humedad que lo envolvía todo y te producía incomodidad continua, mientras una inundación de niebla empalidecía los contornos a tu alrededor, dejando margen a tu imaginación para sorprender a la razón en cada vuelta de la esquina con una historia nueva pero ninguna buena.

Se marchaban la luz y el color, manifestándose la noche en todo su esplendor, para cuando llegaste a nuestra reunión. No estaba tan bien preparada como me hubiese gustado, pero el plató, por lo menos, daba la impresión de serlo. Llegaste y te sentaste entre una joven chica de rasgos delicados y mirada ausente y un hombre mayor de apariencia humilde y decorosa, de esos que puedes encontrarte en los parques dando pan a las palomas mientras las sonríe afablemente. Al momento de aposentar tus cuartos traseros habías impedido al hombre, que tenía mirada nerviosa, volver a observar a la muchacha entre salivazo y salivazo, como si fuese una palomita más a la que dejar un rastro de migas.

Pero a ti nada de esto te importó, miraste al frente como si no fuese contigo, evitando las vistas de reojo a cualquier lado, mientras las luces que os iluminaban a ti y al resto del público se tornaban más oscuras a la par que las del plató más brillantes. Te diste cuenta en ese momento de que sonaba una musiquita como la de un ascensor de hotel, repetitiva y casi ausente, que pintaba la escena de un surrealismo antinatural.

Me viste. Al principio no te diste apenas cuenta de quién era, pero, cuando lo hiciste, notaste un aire helado en tu espalda húmeda mientras un escalofrío te recorría de pies a cabeza. Te diste cuenta, entonces, de que te había estado observando todo el tiempo hasta ese momento sonriendo con mi sonrisa depredadora. Nadie más que tú se fijaba en ese hecho y te hacía sentir lejos de toda protección.

La música se fue apagando, el presentador quiso invitarme a ponerme cómodo, todo estaba destinado a componer una entrevista simple y trivial, pero tú y yo sabíamos que no iba a ser así.

Yo, por mi parte, reflejaba una ansiedad que me roía los huesos. Sabía lo que iba a suceder, pues la realidad, toda ella, me rodeaba girando sobre mí como gira una peonza sobre su propio apoyo.

Me había sentado mucho antes de que me diesen permiso. Había estado acicalándome como de costumbre para aquella ocasión. No cabía en mí otra razón tras mi existencia que entregarme enteramente a lo que sucedería a continuación.

Las luces entonces se encendieron, dejándote a oscuras a ti, alumbrando mi poderío sobre tu cabeza, mi falsa tranquilidad comparada a tu flaqueza, mi orgullo ante tu desdicha. Me presentaron, aunque me conocieras de sobra. Cogí el micro, me lo acerqué a la boca, paré el tiempo un momento mientras mis ojos brillaban bajo los focos y miré a mi alrededor como si pudiese verlo todo. Cuando entraste en mi campo de visión, me relamí los labios y, para el momento en que nuestras miradas se encontraron, yo ya te había apresado en mis pensamientos. Respiré hondo y, mostrando más que nunca mi sonrisa triunfal, hablé.

Simplemente y para comenzar, aun a mi pesar por interrumpir al presentador, es del todo necesario poneros en contexto; ya seáis periodistas, lectores de mi último libro o particulares que se han visto citados aquí personalmente; para vosotros he encontrado la forma más efectiva de conocerme. Asimismo, en principio he de pediros que cerréis los ojos y, mientras lo hacéis, encenderemos los ventiladores al máximo para concederos un ruido blanco en el que descansar mientras escucháis mis palabras.

» Estáis en una habitación oscura. Tan oscura que no sabéis si tenéis o no los ojos cerrados. Palpáis únicamente vuestra propia ropa, suave y ligera contra vuestro cuerpo.

» El suelo que pisáis, descalzos, goza de total regularidad. No hay corriente de aire alguna y, de fondo, no escucháis más que el latir de vuestro corazón, que parece estar llamando a la puerta de vuestro pecho, pero vuestra respiración lo va amoldando, de tal forma que no os perturbe.

» Ante tal entelequia, no podéis evitar buscar irregularidades, aun si es en vuestra propia mente, pues sabéis que, si buscáis bien, podréis encontrar el cajón en el que se censuran y esconden vuestros defectos y temores, y eso es lo que vais a abrir.

» Miráis hondo, profundamente, y os percatáis de que una figura se esconde en esa oscuridad, enciende una lamparita que se encuentra al lado, pero está de espaldas y encorvado y no alcanzáis a verle el rostro. Os acercáis.

» Un paso.

» Otro paso.

» Retumban sobre una superficie de madera, vieja, pero estable, que no rechina, que os soporta a la perfección. Empezáis a escuchar los latidos de aquel ser, pesados, lentos, calmados. Os está esperando. Respiráis hondo, inundando vuestros pulmones de aire. Al fin llegáis a su lado, lentamente, casi al compás de su respiración. Movéis la mano hasta alcanzar su hombro y un quejido ahogado comienza en un susurro para terminar en un lamento gritado, que os asusta y obliga a darle la vuelta bruscamente, queriendo terminar con aquella pesadilla. Os mira. Le miráis. Os sonríe y una mueca de terror se refleja en vuestra tez paliduzca. Me levanto y os abrazo y sentís cómo vuestra vida en un suspiro deja vuestro cuerpo que se aprieta impidiendo que aspiréis más.

» Volvéis a estar fuera del cajón. La ropa que delicadamente os acariciaba ahora ahoga vuestro cuerpo sudado y pegajoso, os cuesta respirar y el latir de vuestro corazón remite con fuera contra vuestro pecho, como queriendo deshacerse de vosotros. Escucháis risas y gemidos a vuestra espalda, pero no podéis moveros, y para cuando os dais cuenta de que el origen de estos proviene de vosotros mismos, sentís como la ropa no es lo único de lo que desearíais libraros, pues dos paredes os aprisionan por pecho y espalda, impidiendo todo movimiento excepto el de las manos y las piernas. Os retorcéis, buscando una escapatoria, pero pareciera que las paredes se van juntando cada vez más, aplastándoos. La cabeza que antes podíais girar en busca de una salida ahora se queda arrinconada, obligada a mirar únicamente en una dirección. Ansiáis buscar la salida, no podéis daros por vencidos cuando sabéis bien el final que os espera, así que seguís luchando sin descanso, gastando hasta el último suspiro de vuestras fuerzas, y vuestros músculos entumecidos os obligan a dejaros caer sobre las dos paredes en una posición incomodísima. Las paredes han dejado de remitir, y vosotros buscáis ese momento de descanso para coger el poco aire que podéis almacenar en vuestros pesados y entumecidos pulmones que notáis ya incapaces de recoger siquiera un aliento. Las luces se encienden, foco a foco, a lo largo del pasillo desde vuestra posición, con un ruido sordo que deriva en persistente por la radiación continua de energía. Estáis agotados, tanto que no podéis hacer más que llorar y gemir en vez de pedir auxilio a gritos. Nadie viene. Los segundos se hacen eternidades que no podéis contar, el espacio del pasillo sin término que tenéis de frente palpita al ritmo de vuestro corazón, impidiendo ser medido. ¿Por qué estáis en esa posición si no es por vuestra propia culpa? No podéis abrir los ojos, ansiáis saber vuestro terrible final, la esperanza es lo último que se pierde, pero ya empezáis a pensar que el infierno en el que vivís ha terminado con vuestra vida. Una figura se desdibuja contra el fondo del pasillo, enana, está aún muy lejos, gritando algo que resuena por las paredes. Se acerca, por fin, alguien viene, sea quien sea terminará con esa agonía. El manchuzco negro comienza a tomar forma, es ancho y sonríe, aún no sabéis como puede caber en ese espacio tan reducido, pero parece que las paredes se separan por donde va. Si llegase donde vosotros, si simplemente se acercase un poco más... Pero no, nunca es tan fácil, se detiene lo suficiente como para que podáis sentir un pequeño agarre en las uñas de vuestros cansados dedos, cuyos brazos sustentadores ya no son capaces de levantar, y menos aún de dar la fuerza para agarrar. Miráis a esa persona a la cara, tampoco tenéis otra posibilidad, pues las paredes no permiten siquiera que bajéis la cabeza, como si hubiesen tomado la forma de vuestro cuerpo, como una serpiente que os aprieta cada vez que desecháis aire. Tenéis los labios y la boca secos por más que paséis la lengua por ellos. la cabeza os palpita del esfuerzo enfrentándose continuamente a la presión de aquellos muros. "¿Por qué tuvisteis que cerrar los ojos?" susurra aquel ente. Pestañeáis para poder enfocarle y quitaros de las pestañas y los párpados el sudor generado desde la frente, pero para cuando veis quien es, solo deseáis no haber mirado. Os sonrío tiernamente, inspiro hondo el aire que vosotros no alcanzáis. "Soy yo, sí, soy la ansiedad de la que, a partir de ahora, no podréis libraros jamás. Buenas noches y dulces sueños." me doy la vuelta, sin dejar de miraros melosamente. Al fin y al cabo, soy y siempre seré vuestro compañero. La luz se apaga, y el poco aire que guardabais aún y que habéis estado aguantando desde mi llegada lo gastáis enteramente en un último alarido de súplica y rabia hacia mí, sabiendo que realmente está dirigida a vosotros mismos, pues yo soy y estoy en cada uno ahora y para siempre.

» Ya podéis abrir los ojos.

 

 

Comentarios

Entradas populares de este blog

Vagabundo

AZU