HOSPITAL

 

Las paredes y el techo eran de un blanco pálido que reflejaba la luz fluorescente de la habitación hacia mis cansadas pupilas, aunque intentase evitarlo.

El ruido de las lámparas y los pasos de fuera me impedían concentrarme en lo que había tras la ventana, como si, en vez de cristal, fuese de óleo el paisaje que asomaba entre los cuatro metales que lo sujetaban.

Cuánta gracia me hacía aquello, pues, si fuese cierto que era un cuadro, ¿no sería de hecho la propia habitación lo liberador en esa situación, dada la belleza que tendría? Pero si fuese ventana, qué poca diferencia existiría entonces entre aquello y una cárcel. Y, aun así, era aquel asunto algo que no podías dejar de preguntarte.

Unos pasos resonaron más fuerte que los demás. Esto era como lo del gato aquel de la caja, que bien podía seguir vivo o estar muerto. Yo, por mi parte, creo que por lo menos enfadado estaría. A saber lo que había hecho el pobre gato para merecerse aquello, y menos mal que al hombre ese no se le ocurrió el experimento con un niño cerca. Cuánto habría cambiado la historia.

Llamaron a la puerta.

El gato estaba vivo.

—¿Hola? —dijo una voz—. ¿Alfonsino?

Sin espera, se abrió la puerta, y un joven señor, apuesto, elegante y aseado, se acercó a mi cama con tez arrugada en medio de la construcción de una preocupada expresión.

—¿Cómo estás, papá? —dijo mientras se agachaba a mi lado y me mostraba una tierna sonrisa.

—Bien, muy bien, hijo mío. ¿Cómo te va a ti? —le devolví la misma expresión de ternura, y es que, desde que mi mujer murió, el pequeño Richard había estado muy necesitado de cariño y, ahora que era mayor, parecía querer devolverlo a torrentes, aunque estuviera muy ocupado para hacerlo.

Se levantó, interrumpiendo mis pensamientos.

—Muy bien, padre. Mi hija por fin ha dado nietos. Siento no habértelos presentado, pero, dan los hijos siempre tanto trabajo ¿eh? Aunque tú ya me entenderás, claro. Cuando parece que ya son mayores e independientes, qué pronto vuelven a la casa del padre a pedir lo que se tenga.

Otros pasos, más agitados, erraron lo que les dio tiempo en el pasillo antes de entrar en la habitación directamente.

—¡Padre! ¡Marta y yo por fin conseguimos recuperar la casa! Oh, padre, menos mal. Gracias por el dinero. Te prometo que te lo devolveré dijo Jorge exaltado a más no poder. Parecía querer arrasarlo todo.

¡Anda, Rich, si estás aquí! ¿Cómo os va a ti y a Carmen? Hermano, ¡que tengo todavía casa! ¡Celébralo conmigo!

Enhorabuena, Jorge, a ti y a tu mujer. Esto por lo menos se merece una copa. Iré a ver si consigo traer una antes de que decaiga tu buen espíritu dijo mientras salía por la puerta a toda prisa.

Enhorabuena, Jorge. Qué bien que se haya podido solucionar el tema a tiempo. Estaba a punto de traspasaros mi piso a vosotros.

—Nunca, papá, ya sabes que a Marta le encanta nuestro piso y ¿dónde vas a descansar cuando esto pase? No, no, tantos recuerdos no se pueden desaprovechar. Ahora calla, calla, que vuelve Rich.

Qué silencio de repente ¿de qué hablabais, si puede saberse? No estarás preocupando más a padre, ¿verdad? Con lo bueno que tú eres, hermanito. Venga vamos a celebrar, que esto no es cosa de broma.

Trae aquí esas copas, hermano, qué agilidad la tuya para encontrar lo que se necesita en cada momento y qué buena bebida parece esta para procurar los suspiros de alivio que tanto he necesitado en esta etapa. Pero ¡no solo celebremos por mí! Aprovechemos para brindar por la pronta recuperación que tendrá nuestro padre, ¿no es así?

Claro que sí, hijos míos, o eso espero por lo menos. ¿Sabías tú, Jorge, de los nietos de tu hermano?

No, lo cierto es que no, hermano mío dijo agriando el rostro una pizca—, pero mira qué bueno es esto para brindar no solo por uno, sino por los tres a la vez añadió al tiempo que abría la botella.

Pasamos buen rato juntos los tres, aliviando la soledad que me adoptaba entre aquellas cuatro paredes blancas, con los vívidos recuerdos de mi mujer ante mis ojos. Y, al oscurecerse totalmente el cielo, con pompas de color entre los ojos y la nunca, se decidieron a marcharse cada uno por su lado, cada uno con un papelito que yo mismo había escrito como recuerdo para ambos.

Dejé la copa, aún llena y ya caliente, en la mesilla que tenía al lado y, sonriendo al paisaje de mi cuadro de cristal, apoyé la cabeza en la almohada y deseé a mis hijos su felicidad mientras daba mi último suspiro.

Un angelito con la imagen de un niño que bien se parecía a mí de joven me despertó dulcemente mientras me decía que ya era hora, y mientras me levantaba, ligero como una pluma, de la cama, me dijo que mientras llegábamos, le respondiese a una pregunta.

—¿Veré a mi amada? le pregunté yo antes.

No puedo decirte yo eso, Alfonsino, pero respóndeme tú, que el camino es largo y los pies no se cansan cuando la cabeza está distraída.

—¿Qué quieres que te responda?

Sabes tú de sobra que tu hijo Richard es un timador y el otro no trabaja, empeñando todo lo que su mujer tiene en recuerdos de su familia y aprovechándose de su dinero y de que esta no deje de pensar que pronto cambiará. ¿Por qué, entonces, les has dejado eso en herencia? ¿Por qué no donar el dinero para haberte hecho más Santo? Si les diste todo tu amor, y así es cómo te recompensan…

Me sorprendí de veras por esa inocente curiosidad del querubín, pero le respondí lo siguiente:

Verás, pequeño, que la fortuna de un hombre no está en la propia felicidad, y si bien pudiera haber donado todo aquel dinero, ¿qué más de Santo hubiera tenido si en mi corazón buscaba yo mi provecho? No. Di aquel dinero a mis hijos porque deseaba estar con ellos una última vez, pese a que uno lo fuese a guardar celosamente y el otro fuese gastarlo en placeres y bebida, porque pese a lo caro que me costó darles todo el amor que pude cuando pude dárselo, barato me ha salido ahora que me finjan dar todo el que podían. Pues, engañados ellos por ver cuánta herencia se quedaban, buscaron el dar lo mejor de sí, aun cuando los papeles estaban hechos de hace meses y dividían por la mitad mi enorme fortuna, para que ninguno buscase el pelearse antes de que el otro lo gastase. Y así me quedé yo con la imagen de mis hijos que más ansiaba, de la que podrían llegar a ser si sustituyeran el amor por el dinero o los placeres, igual que yo sustituí por dinero el amor que les daba y, de esta forma, que me saliese bien barata la alegría, por lo menos, por una vez en mi vida.

Se quedó el angelito así parado, dudando un momento y, con sonrisa pícara, dijo por fin:

Ahora ya sé bien por qué mi Dios os manda al cielo a los buenos, pues aun siendo egoístas, conseguís agradarle.

 

 

Comentarios

Entradas populares de este blog

Vagabundo

Dulces sueños

AZU