SILENCIO

 

El reflejo en el cristal de un portal me detuvo. Al principio pensé que mi imaginación me jugaba una mala pasada. Cuando la curiosidad pudo conmigo, me acerqué, sin duda creyendo que nada malo podría encontrar. El instinto llevó mis pies cuando en mis pupilas quedó reflejada la imagen de tres demonios devorando el alma de un ángel. Y sin mirar siquiera si alguno de ellos me había visto, eché a correr, nervioso, enfadado. Marqué en mi teléfono rápidamente las tres cifras que, se decía, podrían salvarte en cualquier momento y cualquier lugar, y ansioso, desesperado, escuché los dos tonos que sonaron antes de establecer comunicación, como si en vez de segundos pasasen meses.

¿Cuál es su situación? dijo una voz femenina a través del aparato.

Terminé de intentar asimilar lo que mis ojos habían contemplado, desconfiando de ellos como de Pedro cuando avisa de que viene el lobo, al tiempo que acababa con la paciencia de la mujer.

Hola, soy Fernando Sánchez de Dios, estoy en la calle San Alonso Cristóbal, en el portal seis he visto a tres hombres violando a una chica mi voz se hizo más potente y segura a medida que terminaba de hablar, mientras mis ojos se empequeñecían recorriendo de reojo las calles que, de pronto, habían dejado de parecerme tan seguras como hace relativamente poco.

Me cuesta creerle, Fernando, ni siquiera le tiembla la voz —declaró la mujer con un deje de rabia que mostraba su desconfianza y experiencia tratando con bromas similares.

Voy a entrar —si la mujer quería que me temblase la voz, esas tres palabras tenían que servirle de sobra.

Quédese usted donde está, ahora mandaremos a unos agentes colgó con un tono entre tenso y cansado.

El pitido correspondiente sonó profundamente en mi mente, aún no sé si salió realmente de ella debido al shock, pues frente a mis ojos había dos coches de policía, uno de ellos encendido y con la radio sonando baja. Al principio, cómo no, pensé qué la ayuda ya había llegado, que todo se iba a solucionar en un periquete. Hasta me acerqué a ver si aún quedaba alguien dentro. Que estúpido e iluso era. Casi lo eché todo a perder pues, en efecto, un agente dormía profundamente en el asiento trasero, con una pistola en una mano y el walkie-talkie en la otra.

Para sumar dos y dos aún quería asegurarme, así que miré mi reloj: las 3 de la mañana. Ningún bar estaría abierto, y en la calle no había más luces que las de las farolas ni más ruido que los que emitía la radio del coche o los del vibrar de mi corazón. Fue repentino, instantáneo, como si hubiera nacido para ello y mi cuerpo por fin encontrase sentido a la vida, decidiéndose a actuar. Cogí dos pistolas de la parte delantera del coche en el que no estaba el poli, de seis balas cada una en el cargador, más posiblemente otra en la recámara; guardándome una en el bolsillo, volví a llamar a aquel teléfono de demasiadas, pero a la vez muy pocas cifras, y sin esperar a que alguien me contestase dije antes de colgar:

Son policías.

Me encaminé decididamente, o eso quise creer, hacia aquel portal. Rezando para que no fuera demasiado tarde. Deseando llegar demasiado pronto. Mis pasos se oían por la calle desierta como el golpeteo de la lluvia al caer contra la piedra. Llegué al portal y, discretamente, me asomé a aquella horripilante escena.

Por suerte, ahora los carceleros me daban la espalda, y con el casual respiro de quien lleva demasiada compra para sacar las llaves, abrí el portal con un suave empujón, haciendo chirriar un poco las viejas bisagras, e invitándome cordialmente a entrar, uno de ellos soltó.

¡Niñato de mierda, sal de aquí!

Como mi intención no era quedarme mucho tiempo, mostré mis cartas a los ojos atónitos de dos de los asaltantes, sabiendo al instante que esa mano la había ganado y que ellos habían soltado todo lo que tenían por subestimarme. Pese a aquella oscuridad, a que las manos me temblaban poco menos que el corazón y a que las pistolas no pesasen precisamente poco, conseguí apuntar al hombre que aún estaba centrado en seguir jugando con su pistola, al tiempo que detenía con la mira libre que me quedaba a otro, quien se atrevió a dar un paso al frente buscando detenerme. Tardaron otros dos segundos en mirarme con burlona sonrisa, lo que me sirvió como excusa para desconectar de toda la moral que había aprendido, solo por un segundo, el suficiente para apretar el gatillo. Y todo el negro se convirtió en rojo, mientras un solo grito de mujer llenaba mis oídos, destrozándome los tímpanos.

Cuando, sudando y agotado mentalmente, apunté al último de los demonios, que estaba agazapado en el suelo, solté las dos pistolas al tiempo que mi esperanza en la humanidad caía en picado. Los gritos le pertenecían al último de los guardias. Miré entonces a la muñeca tendida en el suelo. Quien me devolvió la mirada con ojos de cristal; mirada en profunda y eterna agonía, y una sonrisa dibujada a cuchillo en el cuello y decorada por millares de moratones y demás cortes por todo el cuerpo desnudo al que habían arrancado sus vestiduras; sin olvidar que la mitad de su cabello estaba aún aferrado por la mano del último hombre que la tocó y separado de su cabeza por los insistentes tirones de este.

Caí de rodillas, lloré y grité dejando que el dolor inundase mi alrededor, como reconociéndolo mi nuevo oxígeno. Pero la sirena de los coches de policía que se acercaban lo silenciaron, arrebatándome hasta aquella libertad. 

Me suicidé en la cárcel la primera noche de mi llegada, después de perder el juicio contra la mujer del portal debido a la relación del juez con la policía. Fui acusado de homicidio contra dos policías y de lo mismo, con el añadido de la violación, a la menor. Los periódicos narraban falsos hechos, aprovechando la jugosa noticia para sacar a la luz fantasiosas historias que defendían la seguridad y el honor de nuestros protectores; acostumbrados a hacer que el público solo conociese lo que esperaba y quería conocer. Pero lo más duro fue aguantar los gritos de cólera de los familiares de la chica, que en mi tumba resuenan todavía y para siempre.

 

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