La chica pelirroja
Me encontré en frente de una mansión que, rodeada por bosques y llanuras, pareciera que dominase ese aspecto sombrío pero humanamente libre de la vida que uno solo encuentra mientras se anda buscando a sí mismo.
Vivía allí una adinerada familia de tres preciosas niñas pelirrojas. La menor apenas alcanzaría la edad de 13 años, y la siguiente rondaría los 16. Pero hete aquí que, siendo la mayor de las niñas mayor incluso que yo (entre 19 y 21 años), y teniendo una hermana menor más acorde a mi edad y casi igual de hermosa y picarona que ella, casi diría que si el mundo fuese al revés y ella llegase a mi mansión acompañada de sus tres hermanas, no podría yo hacer nada por no enamorarme de ella. Cosa que luche terriblemente por evitar, pues desde muy joven tuve temores por el rechazo, que veía yo demasiado acompañado de esa discordancia de edades, y aún más siendo la mujer más mayor. Teniendo en cuenta como son las mujeres en su poderío de la madurez, y a esas edades, más aún en arrogancia hacia el pasado, que observan igual que los renacentistas observaban el gótico y el románico. Y creo que fue esa misma arrogancia la que, manteniendo siempre el margen que imposibilitaba de nuestra unión, me hizo imposible el no luchar por sobrepasar aquel maldito margen.
Querría ser lo más breve posible al intentar describirme a mi mismo, puesto que ni siquiera me he presentado, soy J. , y, mientras escribo mi propio nombre mi mente no deja de recordarme lo estúpido que suena y todas las malas sombras que lo acompañan (aunque no tenga ninguna, ya me entendéis), y así mismamente vivo, buscándome a mi mismo para descubrir y catalogar medianamente bien mis defectos y virtudes. Todo para empezar a encariñarme conmigo mismo, quien ha sido enemigo y víctima de mi propia persona.
Sigamos con la narración. Allí estaban las tres niñas, recreándose en el jardín trasero. Me pareció graciosa, en ese momento, la posibilidad de que, irónicamente, no buscaran sólo descanso, sino también privacidad. Por mi parte, no dí muestra ninguna de querer concedérsela, o así me pareció, ya que, sin siquiera pararme a meditar mis acciones, me encaminé derechito hacia ellas.
Debieron de darse cuenta de mis intenciones pues las tres me miraron atentamente, como si acabasen de ver a algún siniestro animal salvaje.
Nada más llegar a aquel onírico lugar, las tres niñas, asustadas pero despiertas, preguntáronme mi nombre. Mas, como única respuesta, obtuvieron un débil y confuso murmullo, que podría haberse confundido con el correr del agua o el susurro del aire, mezcla de una sed despampanante y un despampane jovial en que me dejó la mayor de ellas. A pesar de ello, y, como ya he dicho, las atentas hermanas me sirvieron rápidamente un vaso de agua, presa mayor de la curiosidad que del miedo, pues mi ridículo espectáculo las había conseguido calmar un poco. Tras ello me volvieron a preguntar, ésta vez la menor, adelantada a las otras dos en temeridad, pues ignorante se encontraba de las posibles penas que trae el arriesgarse. -¿De donde es usted, señor?-.
No halló más respuesta que la que yo sabía, osea, ninguna.
Deteniéndome a observarlas, y en particular, me sorprendieron en el timbre de sus voces, que como un coro de ángeles no cesaba de repetirse en mi cabeza. Pero, además, en el buen trato, lo que me hizo fijarme repentinamente en sus vestimentas, que candorosas y pulcras eran en grado sumo. Y por todo ello cuestionarme, inevitable y desgraciadamente, su situación social (con respecto a los principios de la mía, pues ellas parecían no pertenecer a ninguna clase de sociedad), compararla con la mía, y, a causa de mi cultura, sentirme inferior, por tontería que parezca. Sin embargo, en ningún momento se me trató con la más absoluta pizca de desdén. Al contrario, se buscó para mí la máxima comodidad de la que fueron capaces. Y así pasaron tres días, durante los cuales me dediqué única y exclusivamente a otorgar el descanso que mi cuerpo necesitaba de aquel, tan extraño viaje, y que tan abundantemente las tres niñas me brindaron. Traté infructuosamente de no molestarlas lo más mínimo. Ya que ellas se molestaban por mí voluntariamente para cubrir el más mínimo detalle de mi estancia con descanso y agradable compañía. Pero, en aquel sueño, nada era lo que parecía, y, al ser así, al tercer día caí desmayado de cansancio.
Se conoce que hicieron falta dos sueños, uno incluido en el otro, para poder encontrarme cara a cara con mi obsesiva personificación de belleza.
Quizás sea necesario algo más que esfuerzo para poder dar con el amor verdadero.
Me encontré de nuevo frente al jardín. Aquella parte me era desconocida. Columnas jónicas enmarcaban el pórtico donde aparecí. Una escalinata descendía hasta el jardín.
La delicada blancura del mármol de carrara ralentizaba mi pulso y relajaba mi corazón, al contrario que la viveza de los colores que me rodeaban más allá de las altas columnas, haciendo que éstas perdiesen progresivamente altura cuanto más centraba mi atención a las promesas del exterior.
Bajé lentamente. A la velocidad que las continuas dudas de mi mente me permitían. Una vez abajo, las dudas se esfumaron. Sacié mis ganas de libertad corriendo hasta agotarme. Y, tumbado ya en la acolchada hierba, me horroricé ante el encuentro directo con mis mayores temores, reflejados todos ellos en un escandaloso cielo que parecía abatirse sobre mí.
Lleno completamente estaba de imponentes nubes tormentosas coloreadas de rojo, blanco y negro, como pintadas por un ser maligno conocedor de los miedos más sombríos y profundos del hombre.
En mitad del desaliento y terror sufrido por mi corazón, noté húmedas y hundidas mis mejillas, y, al retirarme esta molestia con la mano, observé en ella el oscuro tinte de la sangre, que pesaba en mi rostro como el mercurio.
Sospechando que debiera ser igual de tóxico, me levanté, temeroso de encontrar una prematura muerte, rogando a Dios que me salvase de aquel infierno.
Entonces, mis ojos se toparon con la razón verdadera de todas aquellas inundaciones oníricas, que no cesaba de sufrir mi corazón por su propia culpa.
Supongo que lo confundiría con las rosas mojadas de rocío, con los manzanos de frutos coloreados de vida. Y, pese a toda la fogosidad de los colores del jardín, aún ardía más la roja tonalidad de su pelo, que parecía gobernar sobre aquel terrible cielo, como si de una maldición se tratase. Con todo ello. El gran acongoje en el que se debatía mi corazón y la llamada instintiva de mis sentidos a alejarme del lugar, mis pies se decidieron por traicionarme, pues comenzaron a llevarme tras ella, dirigiéndose a lo profundo del bosque colindante al jardín.
Mientras la seguían en contra de mi voluntad, aunque, estando yo totalmente fascinado por ella, comencé a observar cuanto me rodeaba.
El propio camino ya era inusual. Bello, por su puesto, como todo en aquel sueño; pero, puede que demasiado. Al rato de caminar, noté como mantener el equilibrio era cada vez más difícil para mis piernas, me fijé detenidamente en el suelo y vi como, progresivamente, iba tomando más la apariencia del cristal, pero opaco, sin reflejar ni transparentar. Había de ser prudente si no quería que el suelo se rompiese como una capa de hielo sobre agua helada. Repentinamente se oyó a mi derecha la grácil risa de un niño. Fijé la mirada en el lugar del que parecía provenir, pero solo logré distinguir manzanos y limoneros. El contraste entre los respectivos frutos de cada uno me hacía creer que las manzanas eran, seguramente, copias exactas de la manzana que con tanto deseo comió Eva. Mientras que los limones, a mi parecer, reflejaban el sentimiento compartido entre Adán y su compañera siendo expulsados del paraíso de su Padre.
Cada vez se escuchaban más risas a mi alrededor, y cuanto más me adentraba en el camino, más chillonas y escandalosas se volvían. Deseaba que terminase cuanto antes. Busqué desesperadamente el final de aquel trayecto, y hallé que, al frente, se divisaba el comienzo de una curva, conduciendo a un ambiente con un aspecto muy diferente al paisaje que me llevaba rodeando todo el camino.
Caminaba lentamente, ya que por desgracia no era dueño ni de mis propias piernas. Mi angustia por llegar aumentaba a cada momento. Y cuando mis pies pisaron el comienzo de aquel nuevo camino, una niebla, suave pero repentina, me envolvió. Y las risas cesaron.
El escenario había cambiado completamente. Ya no eran manzanos y limoneros los que me rodeaban, sino cedros y abetos. Mis pies tropezaban torpemente entre las piedras que llenaban buena parte del poco camino que alcanzaba a ver, y mis ojos se llenaban de lágrimas por el polvo que levantaba al pisar. Empezaba a perder visibilidad cuando esos terribles sonidos volvieron a aparecer, gritos monstruosos y gemidos llenaron mis oídos en cuestión de segundos, alimentando mi sugestión. El recorrido se me hizo interminable. No quiero pensar en ninguna de las pesadillas que mi mente formuló en aquel terrible ambiente. Preferiría recordar la llegada, el término de aquel horrendo camino, y el comienzo del siguiente, que, a mis ojos esperanzados, era sin duda el más amable descanso para mi cuerpo agotado y mi alma desfallecida.
La niebla se disipaba dejando una cortina de humo que me impedía ver algo más allá de mis propios pies. Todo cuanto superase aquella distancia parecia horriblemente confuso. Los sonidos de la naturaleza se volvieron más audibles, los gritos eran ahora un leve susurro fácilmente interrumpido por el viento, pero el dolor del que se espantaban mis oídos resonaba en mi cabeza, como pecados a la espera desesperada de ser perdonados.
El suelo parecía haberse derretido, transformando las piedras y el polvo en fango y barro pegajoso en el que me hundía hasta los tobillos, haciendo aún más lento y pesado el ritmo de mi caminar. Los árboles eran ahora cipreses alargados que buscaban llegar al cielo aunque eso les costase la separación con su fuente de vida.
Y, allí, después de un rato, la vi, sentada en un muro lleno de piedra y musgo a la derecha del camino. Tan brillante como siempre. Tanto, a mi parecer, que buena parte de la niebla se disipó. Pero aún no se divisaba ninguna curva más allá de a lo que mis ojos alcanzaban. Me encaminé hacia ella. Llevaba un vestido largo y oscuro, pero en ella todo parecía tan deslumbrante como el sol.
En su regazo sujetaba un espejo y un libro, que miraba completamente asqueada. Cuando me acerqué, noté que me dirigía la misma mirada durante un momento, antes de volver a posarla sobre los objetos de su regazo. Me senté junto a ella. Como seguía sin prestarme atención, me dediqué a admirar el paisaje. Junto a ella, la niebla era cada vez menos densa, por lo que se podía divisar el comienzo de una colina.
En ésta, para mi asombro, cuatro grupos de personas se entregaban a diversas actividades:
El conjunto de la izquierda en el pié de la colina estaba formado por jóvenes y adultos que, vestidos con extravagantes vestimentas muy coloridas (eran los únicos vestidos), se dedicaban a chillarse en un lenguaje inteligible, saltar con toda la potencia que les permitían sus piernas, y caer continuamente de cabeza contra el suelo, algunos incluso desde unos árboles cercanos. Naturalmente, todos ellos estaban desdentados, sangraban, y de sus cabezas salían terribles chichones.
En el extremo opuesto, otro grupo, esta vez formado por personas de todas las edades, parecían buscarse a sí mismas entre follaje y algún que otro árbol joven. Tenían las cóncavas llenas de un líquido negro rojizo que se les derramaba por la cara. Todos estaban balbuceando y cubriéndose las orejas, irritadas y heridas, y, a sus pies, incesantemente arrastrados, les faltaban, si no todos, al menos la mitad de los dedos.
Subiendo la colina se podía encontrar otro grupo, eran casi todos jóvenes. Estaban tumbados unos encima de otros en la hierba, desnudos, rendidos ante los deseos de su carne. Me dí cuenta de que muchos no tenían piernas, es más, numerosas extremidades de todo tipo les faltaban. A varios además les faltaban los ojos, les sangraban los oídos y dejaban salir las vísceras a través de una gran raja en el estómago. Sin embargo, ninguno parecía mínimamente preocupado por ello.
Y, por último, a la izquierda, en la zona baja de la colina. No sabría decir cuantos hombres y cuantas mujeres había, ya que parecían alternar de alguna forma entre sexos de forma intermitente. Eran muy peludos, y todos tenían las piernas muy largas, el torso muy corto y una gran cabeza. Todos iban desnudos, pero ninguno tenía aparato reproductor, en su lugar continuaba la piel como si nunca hubiera existido alguno. De tal manera que solamente se diferenciaban a los hombres de las mujeres por los senos o la ausencia de ellos.
De este último grupo no fui capaz de apartar la vista. Hasta que me percaté de que ella me miraba.
Entonces reí. Reí llorando por dentro, pues una angustia tan grande como aquel inmenso bosque me presionaba el pecho y el estómago. Y, sin tener ningún otro modo de esconder de ella esa risa, que me salía como tos seca cubierta de sangre, reí señalando al último grupo (por aparentar que me reía de algo y ocultar, al menos en parte, mi locura). No pudiendo ser en otro momento más que en aquel, cuando ella realmente me prestó atención. Leyéndome por dentro como ni yo mismo podía, me dedicó la sonrisa más lastimera y llena de compasión que el mundo jamás pudiera volver a contener. Y se marchó, siguiendo el camino hasta llegar a la curva que yo no había conseguido vislumbrar, y que en aquel momento se me apareció demasiado cerca; dedicándome una última mirada llena de promesas rotas reflejadas, sobre todo, en una única lágrima que se deslizaba por su candorosa piel, atravesando su mejilla rosada. Se internó en las profundidades del bosque, desconocido para mí pero, a la vez, inmensamente atractivo. Dejándome en aquel lodazal que se fue llenando de pesada niebla y terribles chillidos, hasta que alcanzó la total o
scuridad en la que me sumergió.
Y desperté.
Fin.
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